¿Qué sería de todo el entorno construido sin sus usuarios? Esta pregunta puede facilitar la comprensión de que la arquitectura y el urbanismo no sólo se conforman por el espacio físico, sino que, por el contrario, se vuelven relevantes con el movimiento, así como con los vínculos humanos y no humanos que, junto con los trazos arquitectónicos que conforman el paisaje urbano, provocan sensaciones que cada individuo experimenta de forma única.
Los cuerpos disidentes, racializados o vistos a través de su género u orientación sexual, experimentan de diferentes maneras una violencia vinculada a su naturaleza. A menudo estas hostilidades provienen de los espacios que recorren, ya que, público o privado, el entorno construido contiene interferencias culturales colocadas a través del proyecto o de su ocupación, mismas que llevan consigo significados y símbolos que pueden oprimir o descalificar la existencia de varias personas.
Al pensar en cómo se conciben los espacios, Mario Gooden, profesor y autor del libro Dark space: architecture, representation, black identity, aporta una importante posición respecto a la blancura masculina presente en el pensamiento arquitectónico:
Históricamente, la arquitectura privilegia la construcción del espacio de perspectiva a través de la mirada del hombre blanco, desde Cristo entregando las llaves a San Pedro (1481–83) de Pietro Perugino, cuyos actores principales están representados como hombres europeos de piel clara con rasgos romanos (aunque Cristo y los Apóstoles eran de Palestina y probablemente de tonos de piel más oscuros), según los collages de perspectiva de Mies van der Rohe que desenlazan el espacio de una manera que disloca el punto de vista estacionario y lo colapsa a los ojos del autor. [1]
El contenido de este extracto presentado por Gooden no sólo destaca la invisibilidad de las personas de color en la arquitectura, sino que también ofrece otras lecturas sobre cómo en el mundo occidental, diversos cuerpos y géneros son olvidados al momento de pensar y hacer arquitectura, o simplemente no tienen la oportunidad de ser incluidos o recordados como parte del espacio construido, al menos en el mundo occidental.
Desde este punto de vista, surgen algunas preguntas: Si la arquitectura crea espacios de identidad, ¿a quién sirve esta identidad? ¿El pensamiento arquitectónico pasa (in)conscientemente por una resistencia a otras libertades que la que plantea el pensamiento hegemónico blanco? ¿Qué es lo que no aprendemos al enfocar la enseñanza de la arquitectura sólo en los cánones del norte global? ¿Es posible que los arquitectos representen a la comunidad LGBTQIA+ de alguna manera?
Es probable que no haya una respuesta inmediata a algunas de estas preguntas debido a que la intención arquitectónica sigue estando alineada a la forma en que la sociedad occidental da forma al pensamiento y por lo tanto, deja fuera otras posibilidades de habitar que no caben dentro el estándar establecido por el sistema cis-heteronorma: el padre, la madre y sus hijos. Para proponer nuevas formas de habitar es necesario imaginar espacios que den lugar a la libertad, a nuevos programas arquitectónicos que impliquen otras formas de constituir una familia.
Es posible rastrear algunos momentos de la historia donde eso ha sido posible; un ejemplo que encaja en esta perspectiva es Manhattan. Sarah Schulman, en su libro The Gentrification of the Mind: Witness to a Lost Imagination, expresa brillantemente cómo la gentrificación en la isla de Nueva York, que ocurre junto con el VIH –una epidemia que azotó a una generación gay y que hasta hoy no ha sido debidamente revisada, precisamente porque se trata de una minoría– no sólo ha beneficiado al mercado inmobiliario, sino que también ha ocurrido en el campo de las ideas.
Schulman muestra que el fin de una cierta urbanidad queer y subcultural ha llevado a una homogeneidad en el campo de las ideas y comportamientos que ahora ocupan los espacios de Manhattan, ya que la gente de los suburbios con "una tasa mucho más alta de conformidad de género, conformidad de clase, heterosexualidad compulsoria, segregación racial y experiencia cultural homogénea" ahora ocupa espacios que antes eran ricos en diversidad no sólo sexual, sino también cultural y racial.
A esto se sumó un mayor "miedo" o alienación de la cultura urbana, del multiculturalismo, la no conformidad de género y el comportamiento individualizado. La estética innovadora, las diversas tradiciones gastronómicas, las innovaciones en las artes y el entretenimiento, los nuevos descubrimientos en la música, la facilidad con las comunidades religiosas de raza mixta y mixta, la libre expresión sexual y el radicalismo político a menudo eran desconocidos, separados o considerados antitéticos... [2]
Lo que describe es un resumen de la concepción hegemónica que comienza a prevalecer y que sólo acepta lo que ella misma produce y enseña, creando una verdad única sobre el modo de vida que reduce cada vez más la pluralidad de ideas y culturas que la urbanidad ofrece como su máximo potencial. Los arquitectos y planificadores urbanos saben, o deberían saber, que la estandarización de las ideas y pensamientos universales a menudo puede fallar. La gentrificación funciona como una herramienta importante en este proceso, por lo que combatir cualquier tipo de exclusión social debería ser un deber ético de la profesión. Además, "ignorar la realidad de que nuestras ciudades no pueden producir ideas liberadoras para el futuro desde un lugar de homogeneidad nos impide ser sinceros sobre nuestras responsabilidades inherentes con el otro", argumenta Schulman.
Contrariamente a lo que muchos piensan, abrazar la diversidad no significa en ningún momento crear rupturas o pensar sólo en personas que no son heterosexuales o blancas. Se trata de comprender la complejidad de la sociedad en la que vivimos y cómo se estructura de forma violenta limitando los deseos y experiencias de una parte de la población que no se ajusta a las normas establecidas y teniendo en cuenta que esto rebasa las razas, las clases y los géneros, incluso entre las personas LGBTQIA+.
En el campo de la arquitectura, específicamente del objeto construido, discutir este tema y la inclusión racial parece un tópico todavía más alejado. Sin embargo, estar de acuerdo con esto es decir que la arquitectura está estancada y ya no puede seguir el ritmo de los desafíos de su tiempo. A los arquitectos les encanta decir que detrás de un trazo, siempre hay una intención. Es hora de poner otras intenciones en los dibujos –y en la existencia misma– que van más allá del propio espejo. Este es un proceso que, además de acercar los pensamientos y experiencias de otras realidades, debe pasar principalmente por cambios internos. Las palabras de David Harvey inspiran algunas posibilidades de esta transformación colectiva que atraviesa cada individuo:
El derecho a la ciudad es, por lo tanto, mucho más que un derecho de acceso individual a los recursos que la ciudad representa: es un derecho a reinventarnos a nosotros mismos, es un derecho a transformar la ciudad según el deseo de nuestro corazón. Es, además, un derecho colectivo más que individual, ya que cambiar la ciudad inevitablemente depende del ejercicio de un poder colectivo sobre los procesos de urbanización. La libertad de reinventarnos junto con nuestras ciudades es, uno de los derechos humanos más preciados pero más descuidados. [3]
Hoy en día, la democratización de los diferentes pensamientos e informaciones que se encuentran en Internet es casi inseparable de un proyecto colectivo. Las redes virtuales resultan ser excelentes herramientas para descubrir nuevas formas de pensar y actuar para aquellos que se proponen cambiar sus propias ideas. Es a través de estas redes que es posible encontrar diferentes prácticas arquitectónicas que se originan más allá de los patrones dominantes y ofrecen nuevos aires al campo. Ya sea a través de la producción teórica y material de la arquitectura queer de Andrés Jaque y su equipo de la Office for Political Innovation, el enfoque sostenible y contextual que el atelier masomi, dirigido por Mariam Kamara, presenta en sus proyectos o los debates propuestos por Joel Sanders cuando, por ejemplo, se revisan las cuestiones de la identidad de género en la arquitectura y las tipologías de los baños, entre muchas otras referencias posibles.
Al entender las obras arquitectónicas como grandes símbolos culturales que representan a su sociedad, cada proyecto lleva dentro de sí, una opinión y para que ésta se comunique de manera más equitativa, tal vez el primer paso para iniciar un cambio sea revisar la perspectiva de lo moderno, que realiza una lectura de lo universal a través de una medida de lo humano que privilegia la blancura, la masculinidad y la heterosexualidad - la hegemonía que ha permanecido vigente por siglos en el campo.
En otras palabras, es como si nunca hubiéramos superado al hombre de Vitruvio, pensado que todos los demás cuerpos no tienen cabida. Al excluir a las comunidades no hegemónicas del debate y la construcción del campo arquitectónico, se excluyen también otras visiones, técnicas y formas de hacer arquitectura, no se disfruta ya del poder del encuentro con lo diferente, catalizador de nuevas soluciones y experiencias.
Referencias
- [1] GOODEN, Mario. Dark space: architecture, representation, black identity. New York: Columbia Books on Architecture and the City, 2016. p.121. (Traducción libre)
- [2] Dark space: architecture, representation, black identity. New York: Columbia Books on Architecture and the City, 2016. p.121. (Traducción libre)
- [3] HARVEY, David. The Right to the City, 2018. p.1. (Traducción libre)